Confesión  

viernes, 2 de octubre de 2009

-Ave María Purísima.
-Sin pecado concebida.
-Perdóneme padre, porque he pecado.
-Y, dime ¿qué pecados has cometido, hija mía?

Lo recuerdo todo, o casi todo. Yo tenía trece años, no más, y entré sola a confesarme. La estancia era sobria, pero la sobriedad no la investía de nobleza ni de dignidad. En una esquina estaba el confesionario, un cubículo anodino, de madera oscura; casi podía imaginar una fábrica lejana, en la que tales receptáculos del pecado eran fabricados en serie, y en serie bendecidos por un sacerdote que cobrara un sueldo fijo por tal cometido. Ésta era una idea muy poco religiosa, pero no lo es menos el hecho que estoy por relatar.
Cuando era mucho más pequeña, y merced a la ingenuidad y al temor de mi inmadurez, era yo muy creyente. Este hecho entró en confrontación directa con mi desmedida afición por algo que, tiempo atrás había descubierto sobre mi propio cuerpo. Sin saber lo que hacía, había dado con los placeres de la carne, y usaba y abusaba de ellos a mi antojo, sin el menor cargo de conciencia; hasta que un día alguien me reveló que tal conducta era pecaminosa y altamente reprobable. Pero el catolicismo es algo maravilloso pues, si de veras uno se arrepiente de sus pecados, éstos quedan perdonados al instante, por mediación de un ministro de la ley de Dios.
Tenía que confesarme.

-Ave María Purísima.
-Sin pecado concebida.
-Perdóneme padre, porque he pecado.
-Y, dime ¿qué pecados has cometido, hija mía?
-Pues... he desobedecido a mis padres, y también he levantado falso testimonio... que he mentido, vamos...
-Ya...
-...
-¿Nada más, hija mía?
-Bueno...
-Bueno hija, ¿no habrás pecado, por casualidad, contra el sexto mandamiento?
-Yo...
-Has de saber que los pecados de la carne son tan peligrosos o más que los demás, pues la carne es débil, y nosotros somos simples mortales, débiles y terriblemente propensos a caer en estas trampas que nos tiende el Diablo. Y estás en una edad muy peligrosa...
-Bueno, verá, yo, bueno yo...
-¿Te has tocado hija mía? No debes tener miedo de confesarme tal cosa.
-Bueno... sí, la verdad es que lo he hecho. Sí.
-Ah, las niñas como tú teméis siempre confesar este tipo de pecado. Pero nosotros estamos aquí para escucharos y bendeciros.

El cura me impuso la penitencia, y me dio su bendición. Me fui de allí, y hasta uno o dos años después no comprendí lo que había sucedido en aquella habitación, entre el cura y yo. ¿Acaso su voz no había cambiado al preguntarme si me tocaba? Sí, había cambiado; su voz había quedado súbitamente ahogada por un deseo sucio, más sucio que mi conciencia infantil. El muy cabrón, pensé, seguro que al preguntarme aquello la polla se le había puesto como el mástil de un velero. Pude imaginar perfectamente lo que habría pasado por su cabeza: otra niñita sucia, una guarra que va camino de la perdición, tocándose su coñito por las noches. Sí, y el cura también se tocaba por las noches, pensando en la sucia niñita recientemente añadida a su colección de perversidades pajilleras. El muy hijo de puta. Probablemente aquel fue el primer hombre al que se la puse dura. Hoy, al recordarlo, tengo que reírme. Pero en mis recuerdos la luz de aquella habitación se me antoja verdosa y turbia, y esa luz que veo en mi memoria me congela la sonrisa.
Ni que decir tiene que nunca jamás volví a confesarme.

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Jim  

martes, 29 de septiembre de 2009

Mi amante se llama Jim, y es todo un dechado de virtudes. Lástima que todas esas virtudes sean las culpables de mi encarcelamiento voluntario; estoy condenada a él, y no existe forma de escapar. Y toda la culpa es suya por conseguir ponerme tan cachonda con su mera presencia.
Jim tiene unas manos grandes, musculosas, y de dedos largos y uñas pulcras y alargadas. Para una mujer como yo es duro reconocer sus debilidades ante el hombre que las porta; él lo sabe, y adora quebrantar mi orgullo dándome azotes en las nalgas siempre que tiene oportunidad; cuando lo hace, la palma se estrella sonoramente contra mi culo, y los dedos se curvan ligeramente contra la carne, como cinco látigos benefactores que se recrean casi imperceptiblemente en apretar mi carne. No hay nada como un azote de Jim.

-¿Te gusta que te dé azotes?-me pregunta al oído un día mientras follamos.
-Sí... sí, me gusta.
-¿Por qué?
-Porque... me lo merezco-jadeo yo. Entonces algo cambia en sus ojos y comienza a embestirme con rabia, y siento cómo su polla me abre en dos, me divide y me separa hasta llegar más allá de mi garganta, y casi siento que se me va a salir por la boca.
Y se corre mientras me susurra al oído lo puta que soy, y me pregunta si me parece bonito ponerle tan cachondo.

Las manos de Jim son un objeto de idolatría perfecto. Encarnan algo tan difícilmente descriptible como lo es la masculinidad. No es la belleza lo que me hace temblar las rodillas, no. La belleza impresiona un segundo, tal vez dos, pero no fascina. A mí lo que me fascina en un hombre es su masculinidad. Y muchas veces, ésta se condensa en las manos, y otras veces también en los ojos.
Un día viajo en autobús, y, sentado a mi lado hay un hombre más mayor que yo. No le he visto la cara, pero veo sus manos. Me pregunto qué cosas habrá hecho con esas manos. Me pregunto si esos dedos habrán acariciado coños mojados, si habrán provocado orgasmos, si habrán sido chupados ansiosamente como anticipo de una húmeda y lenta mamada. Me pregunto cómo sería sentirlas cerrarse sobre mis tetas. Mi coño se calienta. Pienso en las manos de Jim y mi coño se abre y se moja allí mismo, sin que el desconocido lo sepa.

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Jules  

lunes, 14 de septiembre de 2009

Existe un problema.
Deseo follarme al mejor amigo de mi amante. Lo deseo ahora mismo y con vehemencia. Mi amante desconoce por completo mis pasiones respecto a su amigo, pero no me compartiría con él.
Lo sé.
El amigo de mi amante se llama Jules, y sé que me desea. Puedo comprenderlo por su forma de humedecerse los labios cuando me mira y me habla. Jules tiene una de esas sonrisas lobunas, de dientes blancos, grandes, y colmillos puntiagudos, y yo me mojo y ardo sólo de pensar en todo lo que podría hacerme con esa boca carnívora. Me obsesiono con hacerle reír o sonreír por el simple placer de atisbar un breve centelleo de sus dientes, y hay veces en las que se me para el corazón. Porque yo he nacido para ser devorada, pero es injusto que sólo pueda participar del festín una persona cada vez, y tres parece un número mágico.
Cuando estoy sola por las noches me pregunto si Jules se acariciará su hermosa polla universitaria pensando en mí, y espero fervientemente que así sea, espero que la tenga tan dura que le duela, y espero que su orgasmo sea mejor que todos los que ha tenido tirándose a otras mujeres, aunque lamento no poder aguardar, arrodillada ante él, a que se corra en mi boca, y agradecer la ofrenda como es debido; porque yo adoro tragármelo.
Lo imagino así, y me corro yo sola, con mis manos, acariciándome el coño tal y como llevo haciéndolo desde no sé ni cuándo, sus ojos grandes y verdosos mirándome, y distingo el momento exacto en el que toda la razón desaparece de su mirada para dejar paso a algo similar a la locura, que no es más que el puro impulso animal. Es delicioso observar este cambio en los ojos de un hombre.
A mí me gusta que me follen con cierta violencia.
Sospecho que Jules lo haría sin contemplaciones sin que yo se lo pidiera. Sospecho que disfrutaría tanto que una sóla vez no bastaría.
Sospecho que todo esto podría acabar verdaderamente mal.

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